viernes, 1 de febrero de 2013

¡MIÉRCOLES DE ALBÓNDIGAS!

Imagino el cuarto del hospital, vintage, verde pistache, mi mamá sudando con las piernecillas abiertas empujando y yo tratando de salir. Mi papá feliz, claro… ya estaba naciendo la más bonita de diez hermanos.
Las trencitas de la escuela, el mal olor de la lonchera, mis amigos que no lo eran, la maestra, las sumas, las restas. Un mundo de fantasía, mi disfraz de caperucita y las veces que me perdía en el jardín. La muñeca de estambre rosa que quería revivir con un ritual, las horas que pasaba en el espejo untándome cremas de mi mamá. El arroz de enfermo y las veces que descubría el amor tan grande que había en una madre a pesar de todos los berrinches y teatros que podías armarle. Todavía me acuerdo cuando hacía uno, gritaba con todas mis fuerzas, mi papá me regañaba, me quedaba sin comer, no me importaba y fúrica y sin aliento me encerraba en el estudio mientras mi corazón latía por tanta injusticia, tantas cosas que no entendía estando pequeña, probablemente pesando el número de kilos que ahora quiero bajar. Emberrinchada poco a poco y sin pensarlo quedaba dormida. Pero aquí viene lo más hermoso, el despertar…
Después del cansancio que provocaba mi obra de teatro, los suspiros después de llorar y el hambre, me invitaban a abrir los ojos, a hacer consiente que estaba en el estudio, que mi mamá estaba afuera, que había tratado de abrir mi puerta pero estaba cerrada. Quito el seguro. Abro poco a poco, primero asomo el ojito, luego la cara entera. La escucho en la cocina, la mujer más bondadosa de la tierra, pero le tengo miedo, miedo a que no la merezca, a que mi berrinche haya sido tan grande que me quede sin herencia, sin abrazos, sin que vuelva a peinarme con limón.
Camino lento, tengo miedo, miedo de no saber si mi perdón será suficiente. Me asomo a la cocina, está de espaldas, no puede verme. Un tosidito basta. Voltea, me sonríe, me abraza más fuerte como si acabara de decirle que la quiero, me descubre la cara, limpia mis lágrimas y me besa los ojos. “Debe estar loca” pienso. ¿Cómo va a quererme después de todo lo que le grité?
-       Debes estar hambrienta mi gorda. Ahorita te caliento unas albondiguitas, anda siéntate.
¿Qué más podía pedir? La compasión y misericordia de una mamá nublaban toda maldad que pudiera entrar en mí. ¿Cómo ser cruel con mi prójimo cuando una persona tan buena no dejará de quererme así?
Con esos momentos crecí, crecieron mis travesuras y mis sueños también. Aumentaron mis ganas de seguir en este mundo de días nuevos, de viajes a Chihuahua, donde los veranos eran más mágicos que Merlín. Pero también creció el cáncer que a aquella hermosa mujer dejó sin vida. Y de eso sigo tratando de olvidarme. Se nubla el panorama, llueve en mi jardín, ya no hay arroz de enfermo, ni trenzas, ni nada.
La vida apesta. Pienso. Pero después me doy cuenta que apestó hasta que decidí que ya no apestara. Y así, igualito como los días que me levantaba de mi berrinche en el sillón café del estudio, decidí abrir los ojos, ver lo que sí tenía, lo que no había perdido, lo que había ganado por lo que había perdido, lo que siempre estaría ahí. Y salí del estudio y me dirigí a la cocina, y ahí estaba todo lo que necesitaba: El sartén, la carne para hacer las bolitas de las albóndigas, la sal, la salsa, el tiempo y mis manos…
Cociné, cociné las peores albóndigas que pudieras haber probado. Me las comí y me di cuenta que podía sobrevivir y al menos no pasar hambre, pero cuando fuera más grande y tuviera más práctica, seguro las cocinaría como sólo ella sabía hacerlo. Agarré mi mochila y entré a secundaria, donde ya te tienes que depilar, son trece maestros y te crecen cosas que desconocías.
La graduación, el novio, universidad y el primer beso bien dado. Espero mi papá no esté leyendo esto. La felicidad entró a mi puerta como canción cursi de Julio Iglesias. “¡Ya la hice!” pensé. Y desde entonces a pesar de que los sinsabores y altibajos me hagan pensar que a veces la vida “apesta”, nunca he dejado de despertarme, abrir la puerta, un ojo, después la cara, y sin importar si hay alguien en la cocina para abrazarme, siempre está el sartén, el tiempo y mis manos. Esperando un día no ser tan mala cocinera y poder hacer las albóndigas que tanto me gustan.
Me gradué otra vez, corté con el novio y empecé mi encuentro conmigo, lectura de libros y sueños personales. Pero entre los días y las semanas no pasa un miércoles que no reafirme que la vida te sorprende cuando menos lo piensas, para bien y para mal. Pero así pasa. Y como eso todo pasa. Y si no puedes con el paquete, gritas, lloras hasta que se empape tu uniforme, se deshagan las trencitas con limón y el agua se mezcle con la mugre, mocos y baba. Te encierras, odias a tus papás, a Dios, a quien se ponga en ese segundo en tu camino. Sola te duermes. Mientras se ordenan las ideas en una lucha interna donde a pesar de estar descansando trabajas el espíritu. Y así sin pensarlo te levantas.
Te das cuenta que es miércoles. “Hay comida con la abuela” piensas. Manejas pasándote todos los altos que puedas para saludar a toda la familia. Timbras.
-       ¿Quién? – inventas cualquier cosa.
-       ¡El pan!
-       ¡Lucía pásate!- “prrrrrrrr” Se abre la puerta.
-       ¡Hola gente! ¿Qué hay hoy de comer?
Saludas en friega para poder agarrar el plato y dirigirte a la cocina. Albóndigas. Te ríes dentro de ti recordando lo que significan. Las pruebas. Un milagro pasa por tus papilas gustativas. ¡Son esas! ¡Pero si son las de mi mamá! No dices nada. Sigues comiendo, un plato y otro plato. Tienes miedo del idéntico sabor y piensas que te estás volviendo loca. Terminas de comer.
Llevo mi plato a la cocina. Agradezco a las cocineras. Y sin pensarlo les digo:
-       ¿Sabes algo? Me supieron igualitas a las de mi mamá.  – La cocinera ríe sin parar.
-       ¿De verdad?
-       ¡Sí! No te miento, saben igualitas. Siento que mi mamá las cocinó.
-       Jaja no te equivocas, hace muchos años trabajaba en tu casa. Yo las hacía.
-       ¿Qué?  – No pude creerlo. Necesitaba tiempo para procesar la información.
Lo que pensé que nunca podría pasar había pasado. Ahí estaba. La cocina, la olla, la sonrisa… me sentí pequeña. No tuve el valor para abrazarla y viéndola a los ojos me prometí que un día haría este escrito. De todo lo que sentí cuando supe que algo de mi mamá estaba vivo, aunque fuera fraude. En eso cerré los ojos acordándome de ella y le dije “Canija, tú no las hiciste”. Le pedí la bendi a mi abue Chero, y tomé las llaves y regresé al trabajo, a la vida, con miles de albóndigas en mi panza, y sabiendo que un miércoles próximo, cuando se repitiera el menú, estarían de nuevo nadando entre el caldo esas bolitas de carne que milagrosamente regresaron a mí.
La vida da muchas vueltas, es bueno detenernos en el estudio a meditar antes de subirnos a todas ellas. Pero tampoco es bueno seguir acostadas cuando ya despertamos… porque se nos enfrían las albóndigas… y se nos va la vida.


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2 comentarios:

  1. Ay, Lucía. Lloré con este escrito, lloré muchísimo y estoy en la oficina pareciendo loca gracias a tí, jajaja. Gracias por compartir tu hermoso don de escribir y transmitir tan eficientemente. Soy feliz de que te encontré, y de que (casi) diario escribes y me alegras. Qué padre tener ese poder de alegrarnos el día. Un saludo desde el D.F. (en donde, trágicamente, no venden tu libro!!)
    Atte_Erika, tu fan.

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  2. tienes una forma tan linda de expresarte... que realmente me llega todo lo que dices...se me salieron las lagrimas y es que contagias !!!!

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